Una bandada de gaviotas sobrevuela una pila de desperdicios amontonados al pie de esta isleta. El humo gris que desprenden los carros de paso eleva estrepitosamente tu pelo. Los trapos que prenden de tu vestido hacen juego con las fundas que esparcidas por aquí y por allá dan un aire multicolor a la escena.
Tu perfecta sonrisa de treinta y dos marfiles te hace dueña de un aire deslumbrante. Es fácil encontrarte en este pantanal de desperdicios que rastreas con tus delicadas manos de cristal verde. Naciste nueva para nosotros y delicada y nueva hoy acudimos a despedir tu cuerpo, no sin antes esclarecer qué te llevó al otro mundo, en dónde ahora debes estar rapando como loca, cosa que disfrutabas mucho Amelia.
Eres la reina del pantanal de periódico y aserrín que aquí congregamos, -yo solía decirte- eres la princesa de la jeringa usada y el cartón de huevo que recojo por algunos pesos. Andas de clavo en vidrio descalza al peligro y nunca te has cortado.
Amelia, desde que llegaste a la rotonda te plantaste como la dueña absoluta de este principado. Antes de ti, vivir una tarde aquí sólo era cumplir con la monotonía laboral de juntar cobre, cartón y aluminio por algunas monedas. Hoy, el descubrir tu rostro amarillento y flemático entre plástico y madera es renacer en la advenediza prontitud de rodar encueros por el piso detrás de ti.
Los palomos son mansos y callados desde que habitas entre nosotros. No existe la violencia, la prisa o el egoísmo; el pedazo de pan de este adicto es el complemento para el desayuno de aquel buzo. Todos viviendo bajo una misma cúpula. Ayer los Rómulos y Remos peleaban las tetas de esta loba, hoy chupamos por igual debajo de esta madremía de mil mamas en nuestra fiesta de leche tibia.
Las noches ya no son inalterables, ahora todo es cálido entre tus muslos. En la ponchera que llevas por pelvis se acopia el semen de todos. La ley máxima de este universo declara que todo aquel que pueda eyacular debe asistir al carnaval de penetraciones y venidas innumerables que celebramos en la circunferencia perfecta de tu trasero, perdón amada mía, quise decir culo, pero ya ves, vuelvo a caer en las falsedades*.
-Deberías leer otra cosa --me dices, mientras me arrancas "El Carnaval de Sodoma" la novela que ayer encontré casi nueva debajo de algunos papeles de oficina.
--Tan sólo en un basurero podrías encontrar semejante libro. --Me dijiste.
Entonces entendí que tenías otra historia, que no habías nacido para terminar aquí como mucho de nosotros. Luego de esto te ocultaste a llorar por unos minutos detrás de un contenedor de basura. Me quedé por ratos pensando qué te había afectado del libro y porqué hablabas así de él. Cuando tomé ánimo y quise cuestionarte, ya no estabas llorando, sino haciendo el amor con Vicente, a quien, según el calendario que hemos armado, hoy le tocas.
También hoy era mi turno, pero decidí cederlo a otro, me ocupaban muchas preguntas y no hubiese podido acudir como antes lo había hecho al acto varonil al cual te tuve acostumbrada. Me senté al otro lado de la isleta, lejos del contenedor en dónde correspondías con gritos exagerados. Intenté imaginarme que no eras tú, sino una flor desconocida, alguna maestra, otro aplauso, quizás un féretro lleno de agua.
Tomé una funda del piso le saqué la roña de perro que tenía y le eché un poco de cemento, tapé mi jeta; nariz, boca y buches y antes de dar el primer viaje, las luces imponentes de un jeep me interrumpió. El vehículo se detuvo frente a mí, el cristal del copiloto vomitó una mano, en la mano hay una foto y cincuenta pesos ¡juntos!
-Conoces a esta muchacha –Preguntó una voz afeminada dentro del vehículo.
En un acto de virtuosismo moví mis adormecidos labios para responderle y sentí que mi bemba inferior tocaba el piso.
-No –le dije, y el sabor a goma invade mis pulmones, delante de mí un pulpo, delante de mí un dios de seis brazos.
-Toma el dinero. --me dijo.
Lo tomé.
--¿La conoces?
--No -dije en un esfuerzo de boca completa, la tos y la risa no me dejaban responderle con firmeza, sin embargo, supe ejecutar de forma excepcional mi fingido papel de drogo.
El cristal bajó un poco más y un rostro con espejuelos se vislumbró; una cara de aspecto masculino con bigote ridículo que hoy carezco de símil para ilustrar.
--Vendré el viernes a preguntarte de nuevo --y dejó caer otra papeleta. El vehículo se desplazó por mi lado como el luchador que abandona victorioso la arena, sin prisa, con aire de grandeza y la frente en alto.
No me interesa explicar el porqué del dinero, tampoco mi miedo. Hoy sólo me inquieta saber el porqué la muchacha de la foto eras tú y el rostro de los espejuelos era el mismo impreso en la contraportada del libro que aquel día me arrancaste de las manos: Pedro Antonio Valdez, según leo ahora, nacido en La Vega y de biografía en construcción.
Tu perfecta sonrisa de treinta y dos marfiles te hace dueña de un aire deslumbrante. Es fácil encontrarte en este pantanal de desperdicios que rastreas con tus delicadas manos de cristal verde. Naciste nueva para nosotros y delicada y nueva hoy acudimos a despedir tu cuerpo, no sin antes esclarecer qué te llevó al otro mundo, en dónde ahora debes estar rapando como loca, cosa que disfrutabas mucho Amelia.
Eres la reina del pantanal de periódico y aserrín que aquí congregamos, -yo solía decirte- eres la princesa de la jeringa usada y el cartón de huevo que recojo por algunos pesos. Andas de clavo en vidrio descalza al peligro y nunca te has cortado.
Amelia, desde que llegaste a la rotonda te plantaste como la dueña absoluta de este principado. Antes de ti, vivir una tarde aquí sólo era cumplir con la monotonía laboral de juntar cobre, cartón y aluminio por algunas monedas. Hoy, el descubrir tu rostro amarillento y flemático entre plástico y madera es renacer en la advenediza prontitud de rodar encueros por el piso detrás de ti.
Los palomos son mansos y callados desde que habitas entre nosotros. No existe la violencia, la prisa o el egoísmo; el pedazo de pan de este adicto es el complemento para el desayuno de aquel buzo. Todos viviendo bajo una misma cúpula. Ayer los Rómulos y Remos peleaban las tetas de esta loba, hoy chupamos por igual debajo de esta madremía de mil mamas en nuestra fiesta de leche tibia.
Las noches ya no son inalterables, ahora todo es cálido entre tus muslos. En la ponchera que llevas por pelvis se acopia el semen de todos. La ley máxima de este universo declara que todo aquel que pueda eyacular debe asistir al carnaval de penetraciones y venidas innumerables que celebramos en la circunferencia perfecta de tu trasero, perdón amada mía, quise decir culo, pero ya ves, vuelvo a caer en las falsedades*.
-Deberías leer otra cosa --me dices, mientras me arrancas "El Carnaval de Sodoma" la novela que ayer encontré casi nueva debajo de algunos papeles de oficina.
--Tan sólo en un basurero podrías encontrar semejante libro. --Me dijiste.
Entonces entendí que tenías otra historia, que no habías nacido para terminar aquí como mucho de nosotros. Luego de esto te ocultaste a llorar por unos minutos detrás de un contenedor de basura. Me quedé por ratos pensando qué te había afectado del libro y porqué hablabas así de él. Cuando tomé ánimo y quise cuestionarte, ya no estabas llorando, sino haciendo el amor con Vicente, a quien, según el calendario que hemos armado, hoy le tocas.
También hoy era mi turno, pero decidí cederlo a otro, me ocupaban muchas preguntas y no hubiese podido acudir como antes lo había hecho al acto varonil al cual te tuve acostumbrada. Me senté al otro lado de la isleta, lejos del contenedor en dónde correspondías con gritos exagerados. Intenté imaginarme que no eras tú, sino una flor desconocida, alguna maestra, otro aplauso, quizás un féretro lleno de agua.
Tomé una funda del piso le saqué la roña de perro que tenía y le eché un poco de cemento, tapé mi jeta; nariz, boca y buches y antes de dar el primer viaje, las luces imponentes de un jeep me interrumpió. El vehículo se detuvo frente a mí, el cristal del copiloto vomitó una mano, en la mano hay una foto y cincuenta pesos ¡juntos!
-Conoces a esta muchacha –Preguntó una voz afeminada dentro del vehículo.
En un acto de virtuosismo moví mis adormecidos labios para responderle y sentí que mi bemba inferior tocaba el piso.
-No –le dije, y el sabor a goma invade mis pulmones, delante de mí un pulpo, delante de mí un dios de seis brazos.
-Toma el dinero. --me dijo.
Lo tomé.
--¿La conoces?
--No -dije en un esfuerzo de boca completa, la tos y la risa no me dejaban responderle con firmeza, sin embargo, supe ejecutar de forma excepcional mi fingido papel de drogo.
El cristal bajó un poco más y un rostro con espejuelos se vislumbró; una cara de aspecto masculino con bigote ridículo que hoy carezco de símil para ilustrar.
--Vendré el viernes a preguntarte de nuevo --y dejó caer otra papeleta. El vehículo se desplazó por mi lado como el luchador que abandona victorioso la arena, sin prisa, con aire de grandeza y la frente en alto.
No me interesa explicar el porqué del dinero, tampoco mi miedo. Hoy sólo me inquieta saber el porqué la muchacha de la foto eras tú y el rostro de los espejuelos era el mismo impreso en la contraportada del libro que aquel día me arrancaste de las manos: Pedro Antonio Valdez, según leo ahora, nacido en La Vega y de biografía en construcción.